El primer rey, Saúl (c. 1020 AEC), abarcó el período entre la pérdida de la organización tribal y el establecimiento de una monarquía plena por parte de su sucesor, David.
El rey David (1004-965 AEC) convirtió su reino en una importante potencia de la región, por medio de exitosas expediciones militares, infligiendo la derrota final a los filisteos, así como a través de una red de amistosas alianzas con los reinos vecinos. Como resultado de esto, su autoridad fue reconocida desde las fronteras de Egipto y el Mar Rojo hasta las riberas del Éufrates. En lo interior, unió a las doce tribus de Israel en un solo reino, colocando a Jerusalén y la monarquía en el centro de la vida nacional del país. La tradición bíblica describe a David como poeta y músico, y se le atribuyen versos que aparecen en el Libro de los Salmos.
David fue sucedido por su hijo Salomón (965-930 AEC), quien reforzó aún más el reino. Por medio de tratados con los reyes vecinos y matrimonios con fines políticos, Salomón aseguró la tranquilidad dentro de las fronteras del reino y lo igualó a las grandes potencias de la época. Expandió el comercio exterior y promovió la prosperidad económica del país, desarrollando importantes empresas como las minas de cobre y la fundición de metales, a la vez que establecía nuevas ciudades y fortificaba otras, de importancia estratégica y económica.
El broche de oro de las actividades de Salomón fue la construcción del Templo de Jerusalén, que pasó a ser el centro de la vida nacional y religiosa del país. La Biblia atribuye a Salomón el Libro de los Proverbios y el Cantar de los Cantares.
Pequeña granada de marfil con una inscripción paleo-hebrea, probablemente del Primer Templo de Jerusalem, siglo VIII AEC (Museo de Israel, Jerusalén)